MADRID / Anja Bihlmaier debuta con la OCNE

Ayer fue uno de esos días en que uno hubiera querido tener el don de la ubicuidad. En la Sala de Cámara, Isabelle Faust, junto a Jean-Guihen Queyras y Alexander Melnikov, ofrecían un atractivo monográfico beethoveniano que reemplazaba al programa inicialmente previsto, imposibilitado por la pandemia. En el Palacio Real, Esther Ciudad dedicaba un atractivo concierto en el precioso órgano del Palacio Real a la memoria de Félix Máximo López, en el segundo centenario de su muerte. En el Fernán Gómez, Forma Antiqva presentaba un interesante monográfico Telemann.

Y, en la Sala sinfónica del Auditorio, nos llegaba este concierto extraordinario de la Nacional, en el que la alemana Anja Bihlmaier (Schwäbisch Gmünd, 1978) sustituía en el podio al previsto Eschenbach, que canceló su presencia por motivos de salud. En el concierto, destacaba también la presencia del joven sueco Daniel Lozakovich (Estocolmo, 2001), cuya reciente grabación del concierto para violín de Beethoven junto a Gergiev y la Filarmónica de Munich me causó una magnífica impresión.

Programa, si se quiere, convencional. Y bendita convención, porque servidor, de autores como Mozart y Mendelssohn, no se cansa. El público, por mucho que digan, tampoco, porque las entradas estaban agotadas y el aforo a tope, dentro de lo permitido en la actual coyuntura vírica, naturalmente. Del de Salzburgo se nos ofrecían la obertura de Las bodas de Fígaro y la última de sus sinfonías, la Júpiter. Del de Hamburgo nos llegaba su bellísimo Concierto para violín y orquesta Op. 64.  

Bihlmaier, que debutaba con la Nacional, mostró inmediatamente en la obertura mozartiana oficio, criterio y energía. Su gesto, claro y decidido, dibujó un Mozart vitalista, bien construido y equilibrado, con cuidada atención a las voces medias (violas) y graves (objeto de especial cuidado durante todo el concierto) y con una coda muy bien desarrollada.

Hay tal vez pocas sinfonías que, en la presente tesitura de distancias, mamparas, mascarillas y demás impedimentos sean más arriesgadas que la Júpiter, especialmente por el enrevesado movimiento final, con su intrincado contrapunto y su complejo desarrollo, en el que es fácil que el empaste se desencaje. La alemana, que hace menos de dos meses ofrecía esta misma sinfonía con la Sinfónica de Galicia, sin llegar a la incisiva aproximación de los historicistas (o de quienes están próximos a esa corriente), construyó una interpretación bastante tradicional, con tempi sabiamente elegidos y carácter perfectamente vital y enérgico.

Aunque decidido y vital, pudo echarse de menos alguna arista un poco más acentuada en el primer tiempo, bien construido y resuelto pese a un esporádico pasaje confuso durante el desarrollo. Ligero y bien cantado el segundo, con buenos acentos de chelos y contrabajos. Elegante, con gracejo, el minueto. Tal vez alguno echara de menos el tradicional regulador inicial en el trio a cargo de la madera, pero lo cierto es que en la partitura (Nueva Edición Mozart) no aparece, por lo que tampoco puede reprocharse su omisión. A cambio Bihlmaier dibujó con buen gusto el fraseo de la madera en ese Trío. El último tiempo, en fin, tuvo una traducción vitalista y sin concesiones, un verdadero molto allegro que puso a prueba a la orquesta, especialmente en el desarrollo antes comentado. Prueba que, una vez más, superó con nota la formación. El complicado desarrollo y la intrincada coda fueron muy bien armados por la batuta (o las manos, que a veces, a lo Bernstein, casi escondían la batuta en la mano izquierda para permitir un mayor juego expresivo de la mano derecha). Una interpretación, pues, muy disfrutable, acogida con entusiasmo por el público. Bihlmaier se paseó literalmente por toda la orquesta para reconocer la labor de todos los solistas y jefes de sección, al final de un concierto que ha marcado, sin duda, un debut muy satisfactorio. Los propios músicos así lo reconocieron, aplaudiendo con calor a la maestra invitada.

Entre las dos obras de Mozart, el joven sueco (cumplió 20 años hace apenas unos días) de origen bielorruso Daniel Lozakovich ofreció su visión del más conocido de los dos conciertos para violín de Mendelssohn. El espigado violinista, en uno de los dos (no se especificó cuál) Stradivarius que toca, mostró inmediatamente sus cualidades: sonido precioso, generosa utilización de un vibrato que sin embargo no distorsiona entonación ni carácter, amplísima gama dinámica, articulación y afinación exquisitas y arco de envidiable agilidad. También lució su personalidad, la que hace que, como hace poco apreciamos con Trifonov, no sea un solista fácil de acompañar, y menos en estos tiempos de premura de ensayos. Pero también un solista que se aleja de la literalidad y la convención, y que no pierde ocasión de enriquecer su visión con contrastes e inflexiones que su absoluto dominio del instrumento le permiten.

Porque lo cierto es que en su interpretación abundan esas inflexiones de tempo, del tipo que a los acompañantes les cuesta seguir, al punto de que en más de una ocasión pareció que Lozakovich intentaba “ayudar” en la dirección. No lo tuvieron fácil Bihlmaier y la orquesta, y en algún momento el ajuste solista-orquesta no fue, por ello, redondo. Tampoco en cuanto al matiz. Un ppp de escalofrío al final del segundo movimiento obligó a la orquesta a adelgazar el sonido hasta lo casi imposible, pero en algún otro momento el delicadísimo matiz del solista quedó ocultado.

No es, en ningún caso, todo ello reprochable, porque la interpretación tuvo una envidiable intensidad expresiva y una riqueza de colorido sonoro que casa muy bien con el encendido lirismo y la alegre vitalidad (espléndido el movimiento final) de la hermosa partitura mendelssohniana. Desde el bellísimo canto inicial hasta ese arrebatado tiempo final, pasando por la preciosa cadencia del primer movimiento (exquisitamente realizada) y el hermoso dibujo del segundo, con impecables dobles cuerdas, la lectura nos ganó por belleza y hondura expresiva. El éxito, ni que decir tiene, fue enorme, y Lozakovich regaló (con Bilhmaier escuchando, sentada en el podio) el Adagio inicial de la primera Sonata de Bach, dibujada también con exquisita belleza sonora y envidiable intensidad de expresión.

Una buena velada, que permitió conocer una nueva e interesante directora y confirmar lo que las grabaciones habían apuntado respecto a Lozakovich: un extraordinario violinista al que habrá que seguir con atención. Un menú, el de ayer de la Nacional, tan interesante como bien servido.

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